31/12/10

Feliz Año Nuevo

–¿Vino blanco?
–Tres.
–¿Tinto?
–Dos. Benjamín.
–...
–¿Qué?
–¿Y por qué más vino blanco que tinto? A la gente le gusta más el tinto.
–Pero a mí me gusta el blanco. A la gente le gusta más el tinto pero con el calor se toman primero el blanco y me dejan a mí sin vino.
–...
–...
–Ok. Los pan dulce?
–"El" pan dulce. Tu hermana dijo que iba a comprar uno de no se dónde.
–No lo va a llevar, ¿no conocés a mi hermana?. Anotá comprar otro.
–¿Ahora vamos a ir a comprar otro pan dulce?
–No, cuando terminemos la lista.
–¿Qué lista?
–La lista de cosas que te olvidaste de comprar. Ahí hay una lapicera, mirá. Poné: "un pan dulce".
–...
–Pasas de uva?
–Sí, acá están.
–Pero son rubias. No, no. Anotá: "pasas de uva negras". Las pasas de uva son negras, Andrés. ¿A quién se le ocurre comprar rubias?
–A mí me gustan rubias.
–Sí, no me cabe ninguna duda. El historial de la computadora lo dice todo.
–...
–¿Pusiste las Cocas Light?
–Sí, dos.
–¿Doble bolsa?
–Sep.
–¿La Sprite Zero para Miriam?
–Está. ¿Por qué no se la compra Miriam?
–Yo también tomo. A ver, ¿qué turrones compraste?
–Mirá, está este, de yema como le gusta a tu mamá. Dos tortas de almendras, uno barato de maní para las nenas y el de chocolate para vos.
–¿El blando para la abuela?
–¿Y la diabetes?
–Anotá: "Turrón blando". ¡Anotá! ¿Qué calzoncillo te pusiste?
–...
–¿Bordó, Andrés? ¿Para qué te compré el slip rosa?
–Lo usé antes de ayer, ¿era para hoy?
–¿Para qué te voy a comprar un slip rosa, Andrés?
–¿Dónde lo compraste a todo esto? La tela no es buena. No respira mucho... Y pica.
–¿Cuánto lo usaste?
–¿Cómo "cuánto"?
–¿Un día, dos, tres?
–Un... Uno.
–No te hagás que los dos sabemos que podés pasarte tranquilamente tres o cuatro días sin bañarte.
–Creo que uno.
–Andá a cambiarte el calzoncillo, haceme el favor, yo sigo repasando todo.
–...
–...
–...
–Tomá, te faltó comprar la Fresita, y nos olvidamos de las nueces. Y eso sería todo. Andá ahora que a las seis cierra el súper.
–¿Por qué no vamos de camino?
–Porque tendríamos que salir ya y no quiero llegar tan temprano. Van a estar preparando todo y me van a hacer ayudar. ¿Para qué hora pediste el remís?
–¿Qué remís?
–Andrés...
–¿Qué?
–¿No reservaste el remís?
–No me dijiste nada, pensé que íbamos a llamar un taxi.
–Te lo dije ayer, ¿no sabés el incordio que es conseguir un taxi un 31?
–¿El qué?
–Bueno, hagamos una cosa. Saquemos todo esto a la calle, tratemos de conseguir un taxi, y pasamos por el súper de camino.
–Como quieras.
–...
–...
–...
–A México y Treinta y Tres Orientales, por favor.
–...
–...
–...
–...
–¡Ay! Señor, dé la vuelta por favor, tenemos que volver.
–¿Y ahora qué nos olvidamos, Vanina?
–¡Los orejones de damasco de Mamá!
–Bueno, compramos otros en el súper. No vuelva, señor, eh, siga.
–¡Pero es una picardía, un kilo de orejones!
–Bueno, los comemos en la semana.
–¿Y desde cuándo te gustan los orejones a vos?
–Bueno: los comés vos en la semana.
–Además no tienen en el súper, ¿dónde los compraste?
–En la dietética de Estomba.
–¿La de la gorda?
–No es gorda la señora. Es vieja.
–Tiene panza.
–Sí, pero es panza de vieja, no panza de gorda.
–¿Estamos hablando de la misma dietética?
–Igual ya nos queda trasmano esa dietética, vamos a tener que ir a otra.
–Cómo me ponés los puntos, vos, eh. Por eso estamos juntos. Señor, si ve una dietética abierta, ¿para, por favor?

28/12/10

Iguana (traducción libre del cuento Lizard, de Banana Yoshimoto)

Voy a referirme a ella como Iguana, aunque no por el pequeño tatuaje de una iguana que encontré en la parte interior de su muslo.

Esta mujer tiene unos ojos negros, redondos, que te miran con total indiferencia, como los ojos de un reptil. Cada curva de su pequeño cuerpo es fría al tacto, tan fría que la quiero recoger entre mis manos.

Esto puede traer a la mente la imagen de un hombre sosteniendo una liebre o un pollito, pero esto no es a lo que me refiero. Lo que me imagino es una extraña, cosquilleante sensación, como de garras afiladas correteando por entre mis palmas. Y que después, cuando abro las manos para echar una mirada, una lengua fina y roja busca embestirme. Reflejado en esos ojos brillosos veo mi cara solitaria, mirando hacia abajo, buscando algo a lo que amar y proteger. Eso es lo que Iguana me hace sentir.

Ya me había ido a acostar y estaba medio dormido cuando ella llegó a mi casa esa noche.

—Estoy exhausta— dijo mientras entraba. En la oscuridad, sólo llegué a vislumbrar su saco blanco; no necesité ver su cara para saber que estaba de mal humor. Me incorporé para mirar el reloj —eran las dos de la mañana— y estaba por encender la luz cuando sentí su cuerpo sobre el mío. Ella enterró su rostro en mi pecho y deslizó sus manos frías debajo de la parte superior de mi pijama. Amé la sensación helada de sus manos sobre mi piel desnuda.

Tengo veintinueve años y trabajo como orientador y terapeuta en un pequeño hospital para niños con trastornos emocionales. Conozco a Iguana desde hace tres años. No puedo recordar cuándo fue, pero en algún punto de nuestra relación ella dejó de hablar con casi todos menos conmigo. Me convertí en su único cable a tierra, la única persona con la que ella podía identificarse.

Esa noche, como siempre, se quedó acostada encima mío, presionando su cara contra mi pecho, justo debajo de la clavícula. Me sentí abrumado por la fuerza de esta mujercita que se apoyaba en mí con la fuerza de alguien tratando de encontrar la manera de ingresar dentro de mi cuerpo. Cuando se desplomaba sobre mí de esa manera, yo estaba seguro de que estaría llorando, pero me equivocaba. En todo caso, siempre se la veía relajada y renovada cuando finalmente se apartaba, sus ojos suaves y dulces.

No estoy del todo seguro de por qué le gustaba hacer eso. O bien lo usaba como una forma de sacarse de encima algún disgusto del día —como cuando estás amargado y te tiras en la cama boca abajo y entierras la cabeza en la almohada— o tal vez sólo estaba tan cansada que no quería pensar más, y esta era una forma de apagar sus pensamientos.

Esa noche en particular, en esa habitación oscura, me contó las razones: «Sólo quería que supieras que perdí la visión por un tiempo cuando era chica».

—¿Te quedaste ciega?— pregunté, sorprendido por la revelación.

—Loco, ¿no?

—Sí. ¿Qué pasó?

—El doctor dijo que fue psicosomático. Empezó cuando tenía cinco años y duró unos tres más.

—¿Y cómo volviste a ver?

—Con todo el cuidado que me brindaron en el hospital, supongo. Era el mismo tipo de lugar donde trabajas ahora.

—¿No quieres contarme qué pasó? Vamos.

Iguana inspiró largamente y luego habló.

—Vi algo terrible… Estaba en casa cuando sucedió, y lo vi.

—Si no te sientes cómoda hablando del tema, no tienes que hacerlo— le dije. La notaba dubitativa, pero no tenía idea de qué le estaba pasando por la cabeza. Yo conocía a sus padres, y sabía que eran saludables y estaban felizmente casados. No tenía hermanos ni hermanas de los que preocuparse. Siempre asumí que su infancia había sido feliz.

—Yo era muy chica en ese momento y, desde entonces, sólo me siento segura cuando estoy tocando a alguien. Sabes cómo son los niños pequeños; si me sentía cansada o asustada sólo quería agarrar algo y abrazarlo fuerte— dijo, y me dio un estrujón. –Oh, perdón. ¿Te estoy lastimando?

—Estoy bien, no te preocupes por mí. Tenemos un montón de chicos en el hospital que siempre se aferran porque son muy inseguros. Entiendo perfectamente de qué estás hablando.

—Ya sé que sí.

Entonces lo dije, impulsivamente, aquello que tenía en mente desde hacía tanto tiempo.

–Casémonos, Iguana. Encontremos un lindo lugar para vivir juntos.

Iguana se mantuvo en silencio, su rostro todavía presionado contra mi pecho. En el silencio podía escuchar su corazón latiendo salvajemente y sentir la tensión de su cuerpo. Me recordó de su disociación conmigo, un ser con órganos diferentes, cubiertos por una capa diferente de piel, que tiene sueños a la noche que no son los míos.

Entonces Iguana empezó a decir algo, de manera suave aunque clara, pero se detuvo abruptamente en el medio de la oración.

—Tengo…

Luego se quedó en silencio por unos minutos. Traté de adivinar el resto de la oración. «Tengo…» ¿Qué era lo que tenía? ¿Un problema? ¿Ganas de estar sola? ¿Un nuevo método anticonceptivo? ¿Una idea para decorar el departamento? No tengo idea. Finalmente ella empezó a hablar otra vez, su cara todavía en mi pecho, y sus palabras, por lo tanto, algo apagadas.

—Tengo algo que confesarte. Tengo que contarte un secreto.


Yo solía ir a nadar dos veces por semana a un gimnasio, y fue ahí donde conocí a Iguana. Ella enseñaba aerobics. Cada vez que la veía, yo pensaba «¿quién es esa mujer?». A diferencia del resto de los demás instructores, que eran vivaces y alegres en extremo, Iguana parecía sombría, de una raza diferente. Tenía ojos angostos y respingados y un cuerpito tenso, pequeño. No podría decir que me enamoré de ella en ese momento; en un principio era curiosidad más que otra cosa.

Después de terminar con mis largos, yo caminaba frente al salón de aerobics y encontraba a Iguana enseñando, una figura dolorosamente delgada a través de un mar de cuerpos generosos meciéndose de un lado a otro. Siempre parecía una figura de una pintura de Dalí, congelada en una serie de posturas absurdas. Uso la palabra “congelada” porque se movía con tanta fluidez que casi parecía no moverse en absoluto. No importaba que tan alta y estridente estuviera la música, Iguana bailaba en su lugar silencioso, completamente sola.

Continué observándola hasta que, un día, algo sucedió. Recién había terminado de nadar y estaba en mi camino hacia el vestuario. Como siempre, miré al salón de aerobics, donde Iguana tenía a todas las mujeres acostadas en las colchonetas, trabajando en sus abdominales. Me detuve por un momento y de repente me di cuenta de cuánto la extrañaría si un día viniera y encontrara a otra persona en su lugar. Yo recién había terminado un largo affaire con una mujer casada —bueno, en realidad, ella me había dejado— y sentía que no estaba con ánimos para otro romance. Pero, inesperadamente, mientras miraba a Iguana, sentí algo brotando desde dentro mío.

Puedo describir mis sentimientos en ese momento de manera bastante precisa: excitado, como un adolescente. De hecho, me sentí igual que una noche cálida de primavera unos años atrás. Recuerdo estar sentado en el subterráneo, pensando en adonde llevaría a mi chica a comer y tomar algo. La vida parecía maravillosa. Cuando salí del tren, ella me estaba esperando; se la veía muy linda con su bufanda de seda floreada, el ruedo de su abrigo envolviendo prolijamente sus hermosas piernas, y su deslumbrante sonrisa. Me sentía purificado, de la misma manera que cuando uno mira un paisaje hermoso. No me importaba siquiera si me iba a acostar con ella esa noche. Sólo mirarla era satisfacción suficiente para mí. Y cuando puse mis ojos en Iguana ese día, la sensación de aturdimiento volvió una vez más, como el aroma embriagado de las flores de primavera tanto tiempo antes.

Pero, quién diría, justo cuando estaba girando para seguir mi camino escuché un grito. Me di vuelta y vi una de sus estudiantes agarrándose el pie, como si se hubiera acalambrado. En un abrir y cerrar de ojos Iguana estaba al lado suyo; puso su mano sobre la pierna de la mujer y empezó a masajearla, tal cual como si fuera un médico. La música atronaba dentro del salón iluminado tenuemente mientras Iguana hacía su magia. Sentí que ese momento duraba para siempre, y ella me pareció una escultura espléndida, brillando entre las sombras.

La mujer sonrió, e Iguana le devolvió la sonrisa, sus labios de un rojo profundo. Desde donde yo estaba parado, no podía oír la conversación, por lo que sólo podía adivinar qué estaba pasando. Iguana se incorporó para levantarse y ahí fue cuando lo vi, un pequeño tatuaje de una lagartija en la parte interior de su muslo derecho. Desde ese momento supe que quería estar con ella. Ese fue el principio de mi extraño romance con Iguana.


A veces mi trabajo me deja agotado. Aunque siento una tremenda empatía por mis pacientes, tengo que esforzarme por mantenerme objetivo. Mis pacientes usan hasta el último gramo de su energía en hacer que yo comparta sus sentimientos, que conozca cada uno de los matices de su ira y su dolor. Pero yo debo mantenerme calmo, indiferente. Es un poco como tratar de ignorar un plato de comida deliciosa cuando estás realmente hambriento. Si te atrae, no hay problema con disfrutar el aroma y apreciarla con la vista, pero en cierto punto tienes que apartarte y darte cuenta, como lo hace un camarero profesional, de que no te pertenece. Es mi trabajo ignorar esos platos amontonados con deliciosos bocados y sólo dirigirlos a donde necesitan ir.

Siempre trato de concentrarme en mi objetivo: ayudar a mis pacientes a mejorar. Si me controlo, puedo ser capaz de mantener mi objetividad. Me doy cuenta de que este tipo de autodisciplina es una habilidad especial en el hilo conductor de mi trabajo, ya que los pacientes, lógicamente, no pueden ser de ayuda. Pero me cuesta trabajo cuando tengo otra cosa en mi cabeza, como sucedía ese día.

Estaba en la misma tienda de noodles a la que fui el otro día, comiendo mi almuerzo y preguntándome cuál sería el secreto de Iguana. ¿Tal vez sería nada más que ella no quería casarse?

Me gustaba este restaurante en particular porque no estaba demasiado cerca del hospital, y no había riesgo de encontrarme con ninguno de mis pacientes. Afuera, el verde exuberante del parque del otro lado de la calle brillaba con el sol fuerte del mediodía. Había hombres de negocios y jubilados sentados en los bancos, disfrutando el aire cálido, encajando perfectamente entre ellos, perfectamente uniformes, y de alguna manera hermosos. Todas piezas espléndidas, los hombres y las mujeres, jóvenes y viejos. Me hizo recordar por qué hago el trabajo que hago en primer lugar, y por qué lo encuentro satisfactorio. Yo seguiría adelante. Estaba todo bien. Sabía que Iguana estaba en el trabajo ese día pensando lo mismo, bajo el mismo cielo.


La primera vez que invité a Iguana a comer afuera fue esa noche en la que había visto su magia sobre la alumna. Ella salió del vestuario con jeans y una camiseta negra. Nunca la había visto con ropa de calle. Sin la malla, Iguana se parecía mas o menos a muchas otras chicas, escondiéndose debajo de capas de ropa.

Iguana no se molestaba en cubrirse recatadamente la boca cuando se reía. Sus mejillas estaban cubiertas de pecas y usaba mucho maquillaje. Pero no me importaba. Incluso su manera de caminar. Me encantaba.

Para mi, Iguana parecía una mujer con una misión. Sea por elección o por accidente, ella llevaba una carga pesada, y lo hacía en serio. No estoy seguro de por qué sentía eso sobre ella. Sabía que me gustaba su seriedad, así cuando sonreía abiertamente sabía que lo hacía de verdad. Iguana sabía como sonreír.

Cenamos en un pequeño restaurant tradicional japonés. No había otros clientes, así que nos sentamos en medio del silencio, uno enfrente del otro. Nunca había estado tan nervioso en toda mi vida. Iguana apenas habló. Comió muy poco y casi no tocó su vaso de sake.

Cuando le dije que pensaba que era una buena profesora, me contestó: «es divertido, pero voy a dejar de enseñar el mes que viene».

Sorprendido, le pregunté por qué.

—Hay otras cosas que quiero hacer.

—¿Como qué? Se que no es de mi incumbencia, pero eres tan buena enseñando. Me parece una lástima.

—No me molesta que preguntes. Voy a estudiar acupuntura.

Esto me sorprendió todavía más.

—¿Acupuntura?

—De hecho, soy mejor curando que enseñando aerobics. Soy bastante buena en detectar la fuente de las enfermedades de la gente.

—¿Puedes hacer eso?

—Sí.

Comíamos el postre cuando dijo, filosóficamente:

—La danza aeróbica está bien como medio para expresarte físicamente, pero me di cuenta de que también tienes que encontrar la manera de expresar lo que hay adentro, o nunca te vas a sentir satisfecho. Quiero decir, me las arreglé para sobrevivir todo este tiempo manteniéndome físicamente activa, pero se que tiene que haber alguna manera mejor. Además ya tengo treinta y tres años.

—¿Tenés treinta y tres?— A mí me parecía que tenía veinticinco.

—Sí, supongo que soy mayor que tú.— dijo con una sonrisa.

Después de la cena, caminamos juntos hasta la estación.

—Gracias por la cena— me dijo Iguana. —No había hablado así sobre mí misma desde hace mucho tiempo. La verdad es que no tengo prácticamente amigos y casi no veo a mis padres. Hablé mucho esta noche, ¿no? Perdón.

La oscuridad de la noche, gente pasando, el viento, las ventanas en los altos edificios, el sonido ténue de una campana de advertencia que indicaba la partida del tren. La expresión calma de Iguana y esos ojos oscuros.

—Quiero verte otra vez— le dije, y estiré el brazo para tomar su mano en la mía.

Dios mío, déjame tocar su mano. Haré lo que sea. La quería tan desesperadamente que pensaba que iba a perder la cabeza. Así que lo hice. Toqué su mano. Tenía que hacerlo.

Así fue realmente como me sentí en ese momento. Nuestro comienzo no fue uno ocasional, como cuando uno se siente atraído a una chica, y terminas arreglando una cita con ella, y entonces oscurece, cenan juntos, unos tragos, y después se miran mutuamente y dicen «¿y ahora qué hacemos?», y sabes que probablemente tengas sexo con ella esa misma noche. Con Iguana me sentí aturdido por el deseo de tocar su piel, de besarla, tenerla, hacer el amor con ella, sin importar cómo sucediera, yo tenía que poseerla, a Iguana y a nadie más. En ese momento y en ese lugar. Empezaron a caer lágrimas de mis ojos; la deseaba tanto.

—Sí, me gustaría— dijo ella, y me dio su número de teléfono.

Subió las escaleras hacia la estación sin mirar atrás y fue tragada por un mar de gente. Se había ido. Sentí como si el mundo se hubiese terminado. Me sentí perdido sin ella.


Iguana volvió a estudiar para recibir la licencia, y así poder practicar acupuntura. Incluso pasó seis meses en China como aprendiz de un curandero oriental. Cuando volvió a Japón, abrió su propia clínica. Era pequeña pero muy exitosa, y después de un tiempo pudo contratar a alguien para que la ayudara en el consultorio.

Todos los días venía gente de todas partes del país a tratarse con ella. Muchos de ellos, seriamente enfermos, habían escuchado de Iguana por el boca a boca y fueron a verla como última esperanza. Pero sin importar qué tan ocupada estuviera, sus poderes curativos nunca fallaban. Yo me daba cuenta, sin embargo, que ella estaba más tranquila que nunca.

Una vez, de curioso, decidí pasar por su consultorio. Me sorprendí al ver que era simplemente un pequeño espacio en un edificio de departamentos, con una sola cama. Era monótono y no se parecía en nada a lo que uno podía esperar de un consultorio médico.

Pero a Iguana no le importaba, y ella seguía con su negocio. A mí me pareció muy extraño. No había nada criticable en su manera de tratar a los pacientes; era de pocas palabras con ellos. Supongo que por eso la gente que no estaba seriamente enferma dejaba de ir después de una visita o dos. Los pacientes por quienes otros doctores habían perdido toda esperanza eran los que se quedaban con Iguana. Después de que ella los hubiera liberado de su dolor y miedo, ellos la miraban con adoración, con lágrimas brotando de sus ojos. Cuando un paciente que habían estado sin poder caminar salía de su consultorio sobre sus propios pies, apoyándose en el brazo de Iguana, los familiares que lo esperaban se ponían a llorar de la alegría. Pero Iguana sólo sonreía y continuaba con el caso siguiente.

Ella era completamente devota de su trabajo. Su único propósito era ayudar a los enfermos, y a ella no le importaba si a ellos le caía bien o no, o si ellos mostraban su agradecimiento apropiadamente. Ella quería usar su don para ayudar a otros. Esto me conmovía profundamente y me hacía sentir orgulloso de Iguana. Al mismo tiempo, me sentía un poco avergonzado de mí mismo y esperaba poder ser más como ella.

Esa noche volví a casa y esperé a Iguana. Ella llamó y dijo que vendría a comer a las ocho.

—Cenemos pizza. ¿Por qué no pides una con salsa picante?

Iguana prefería pedir comida antes que ir a comer afuera. Decía que no era que tenía un rechazo por la gente per se, simplemente no quería ver a nadie más por la noche. Yo sabía como se sentía. Trabajar con gente durante todo el día, como ambos hacíamos, te desgasta. Así que la mayor parte del tiempo cuando estabamos en casa, bajabamos las luces y ni siquiera hablabamos demasiado. De vez en cuando poníamos algo de música y sólo dejábamos pasar el tiempo. Era una relación rara.

Pasaban las ocho y media e Iguana no había aparecido. Me adelanté y pedí pizza y cerveza para mí solo, pero pronto empecé a preguntarme que estaría sucediendo. Tal vez ella no vendría ni esa noche ni nunca más. Ella había estado a punto de confesarme algo y luego yo la había perturbado pidiéndole matrimonio. La conocía lo suficiente como para suponer que si ella quería romper la relación, simplemente dejaría de venir.

Sí, no eramos apasionados de la manera que eramos al principio, pero ese no era el punto. Yo quería que ella estuviera conmigo. Me sentí triste. Claramente, en nuestra pareja no había demasiada diversión. Para ser franco, a veces me sentía tentado por las enfermeras del hospital, pero ninguna de ellas tenía lo que mi Iguana tenía.

A eso de las once yo ya estaba bastante borracho y sin esperanzas, cuando sentí que la puerta se abría.

—Perdón por llegar tarde.

Se abalanzó a abrazarme. Pude oler el viento en su pelo.

—Pensé que no venías— dije, calmo. (De más joven podría haber hecho un berrinche.)

—Me sentí confundida— dijo Iguana, y se sentó y empezó a mordisquear la pizza fría.

—¿Te la caliento?

—No, gracias. La como así— dijo ella. —Sabes que eres la única persona con la que puedo hablar de verdad, ¿no?

—Lo se. Hablas un poco con tus pacientes, de todas maneras, ¿no? No es algo que me tenga que preocupar.

—Pero hay algo que no te dije. Es importante.

—Te escucho.

No dijo nada, en cambio se quedó mirando a la nada y exhaló profundamente. Su perfil se dibujó en perfecto relieve contra la pared blanca. Parecía una criatura de una especie diferente, una que vívía silenciosa en la oscuridad.

—¿Te acuerdas cuando te conté sobre mi pérdida de la visión?

Fantasmas de su pasado. Había adivinado correctamente.

—Cuando tenía cinco años, un loco irrumpió en nuestra casa; entró por la puerta trasera y empezó a gritar. Agarró un cuchillo de cocina y apuñaló a mi madre en los brazos y los muslos. Y después se fue corriendo. Yo estaba tan shockeada que no sabía que hacer, pero de alguna manera logré llamar a mi padre al trabajo. Me dijo que me quedara con mamá hasta que llegara la ambulancia.

«Me di cuenta de que se estaba desangrando y me asusté mucho. Traté de parar la hemorragia cubriendo sus heridas con mis manos. Entonces es cuando descubrí mi habilidad para sanar. Quiero decir, no era como en las películas, como cuando la sangre se detiene instantáneamente y las heridas desaparecen o algo así, pero podía sentir que mis manos brillaban. Y pude sentir con mis manos que la sangre no brotaba tan rápidamente.

«Para cuando llegó la ambulancia, yo también estaba cubierta de sangre así que nos llevaron a las dos al hospital. Mi papá finalmente apareció y la policía también, pero yo por alguna razón no podía hablar. El doctor nos dijo que era un milagro que la sangre hubiese parado de repente y que ella estuviera viva. Eso es lo que dijo, que era totalmente asombroso.

Yo no dije nada, pero recordé que la madre de Iguana rengueaba un poco al caminar, y que su pierna derecha solía molestarle cuando apoyaba el peso sobre ella.

—Mamá estuvo en estado de shock por un tiempo después de eso. Yo perdí la vista, y papá se obsesionó con mantener la casa bien cerrada. Fue una pesadilla. Pero después de un tiempo mi vista volvió, mamá empezó a salir sola, de compras y esas cosas, y papá pudo dejar la casa sin tener que chequear las siete cerraduras que había instalado.

«Fue un tiempo bastante feo, pero aprendí algo importante sobre la vida. Hasta ese momento, mamá había sido todo mi mundo. Aunque a veces peleaba con papá, para mi ella siempre fue la madre perfecta y era muy equilibrada. Pero cuando la vi gritando, llorando, corriendo, cayendose, la sangre desparramándose por todos lados, la vi como algo más: un cuerpo perdiendo su alma, un objeto físico. Me di cuenta entonces de que el cuerpo es un recipiente, algo que se puede arreglar, como uno arregla un automóvil.

«¿Sabías que cuando veo gente en la calle, puedo darme cuenta que problema tienen? Para mí, la gente que está cercana a la muerte tiene una oscuridad alrededor suyo. Si están mal del hígado, los veo negros. Puedo ver cosas como esas; de hecho, veo demasiado. Empecé a enseñar danza aeróbica para no perder la cabeza. Pero desde que te conocí encontré algo de equilibrio en mi vida. Estoy dedicada a mi trabajo y eso me hace feliz. Es mi llamado en la vida. Estoy satisfecha.

—Entonces es una historia con final feliz. No entiendo porqué estás tan angustiada.

—Eso no es todo. No te conté la parte más importante— me dijo Iguana. —Es algo que no le dije ni siquiera a mis padres.

Paró de hablar por lo que me pareció un tiempo largo, y en su lugar se sentó y mordisqueó la porción de pizza fría. La miré y, para mi sorpresa, vi lágrimas rodando por sus mejillas. Nunca jamás había visto a Iguana llorar. Sólo entonces me di cuenta de lo devastada que estaba.

—Bueno, ¿y qué le pasó al hombre que atacó a tu madre? ¿Lo arrestaron?— pregunté.

Ella me echó una mirada vacía. Ahora sé que si no hubiera hecho esa pregunta en ese preciso momento, hubiese perdido a Iguana. Pero la hice, porque la amaba y no quería perderla. Estoy seguro de que fue por eso.

—Sí, lo arrestaron. Después de un tiempo pareció estabilizarse mentalmente, así que lo dejaron salir— dijo, con la voz apagada por el llanto. —Y después lo maté.

—¿Qué? —dije, atónito —¿que hiciste qué?

—Le eché una maldición y lo maté. No me crees, ¿no? Es verdad. Le deseé la muerte con una maldición.

—No sabía que eso era posible. ¿Pero cómo?

Nunca había visto a Iguana hablar tanto y tan animada.

—Todos los días rezaba para que fuera atropellado por un auto. Rezaba todo el tiempo para que algo malo le pasara en la casa. Y un atardecer estaba sentada en casa frente a la puesta del sol y supe que mi deseo se iba a hacer realidad. Supe con seguridad que él iba a morirse. Y también estuve segura de que iba a recobrar la visión. Una semana más tarde escuché en las noticias que el hombre había tenido una crisis nerviosa y se había tirado frente a un camión, y pensé: yo le hice eso. Quería que se quemara en el infierno.

«Pero cuando fui creciendo, empecé a darme cuenta de lo que había hecho. Me horroriza pensar que, no importa a cuánta gente ayude, eso nunca va a cambiar el hecho de que maté a alguien. He pensado mucho sobre eso desde que te conocí, que si guardo rencor contra alguien, tengo el poder de matarlo.

«Para ser perfectamente honesta, en ese momento estaba satisfecha con lo que había hecho. Quiero que sepas eso sobre mí. Pero esto es de verdad, no es como en las viejas novelas sobre venganzas. ¿Cómo pude haber matado a un hombre así? Él no quería morir. No es como en los tiempos de samurais, cuando uno asesinaba a alguien con total impunidad.

«Ahora estoy segura de que esto se me va volver en contra algún día. Voy a pagar por esto. Al principio no me importaba lo que me pasara; estaba tan enojada por lo de mamá. Pero ahora las cosas cambiaron completamente. Mamá y papá están viviendo felices. Yo tengo mi trabajo, y ahora estoy contigo. Yo simplemente no podía imaginar que las cosas mejorarían. Fue horrible estar encerrada en esa casa, con todos tan hipersensibles y con tanto dolor. Se sentía como si fueramos a estar atrapados en la oscuridad para siempre. No tenía miedo de maldecir a alguien en ese momento, porque pensaba que no tenía nada que perder. ¿Qué podía pasar si se me volvía en contra de alguna manera? No me importaba nada.

«Pero ya no me siento de esa manera. Tengo miedo. Todos ya lo superaron, pero yo sigo teniendo pesadillas sobre el hombre. Oigo su voz diciendo: “yo no maté a nadie, ¿qué derecho tenías a quitarme la vida?” Y tiene razón. Tengo tanto miedo.

Podía tranquilamente decirle que su muerte había sido una coincidencia, que no era su culpa, pero mientras ella estuviera convencida de sus poderes, no había nada que yo pudiera decir que lo hiciera menos real. Lo sabía porque había vsto a muchos chicos quitarse la vida por estar abrumados por su propia culpa. Una chica se ahorcó tras haber dejado que una planta suya se muriera. Otra se cortó las muñecas tras olvidarse de rezar sus oraciones en el momento correspondiente.

Mientras mejor se volvía Iguana en su trabajo, mientras más daba a los otros, más le costaba. Su carga se hacía más pesada día tras día. Este tipo de culpa es tan primaria, como el deseo sexual o las funciones corporales, que nadie puede compartirla. Mucha gente se mata o mata a otros por estos sentimientos de desesperación.

Siempre me frustró mi inhabilidad para ayudar a gente en este estado de ánimo. Sabía exactamente lo que les estaba pasando pero no podía hacer absolutamente nada. Empezaba a sentirme inútil, bueno para nada.

Pero estaba contento de que Iguana me hubiera contado su secreto.

—Vamos, salgamos— dije, pero ella me miró con el entrecejo fruncido. —No te preocupes, no te voy a llevar a ningún lugar adonde no quieras ir. Es que es difícil hablar aquí.

Iguana me sonrió y dijo —ah, ya entiendo. Me vas a llevar al hospital y mostrarme a todos esos chicos que están en una peor situación que yo, y decirme que las cosas no están tan mal después de todo. Adiviné, ¿no?

Se puso su abrigo.

—Bueno, no se me había ocurrido, pero si insistes—respondí en broma.

Me gustaba solamente mirar a Iguana: la manera que tenía de echarse su abrigo sobre los hombros, la manera de inclinar su cabeza cuando se agachaba para atarse los cordones, la forma en que sus ojos brillaban en el espejo cuando se echaba una mirada. Amaba mirar a Iguana en sus diferentes poses. Las células de su cuerpo muriendo y renaciendo, la curva de sus mejillas, las medias lunas blancas de sus uñas. La sentía en erupción, el fluído de la vida manando junto al universo. Cada uno de sus gestos, cada movimiento suyo me traía vida a mí, un hombre que había estado latente durante tanto tiempo.


Afuera olía al principio del verano. El aroma fuerte y silencioso del pasto llenaba mis fosas nasales.

—¿Adónde vamos?— prenguntó Iguana

—Casi nunca salimos nosotros, ¿no te parece?

—Tenemos tanto trabajo...

De repente se me ocurrió que está podría ser la última fase de nuestra relación. No había nada más que hacer por nosotros. Todas las posibilidades de crecer parecían bloqueadas. Como plantas en un invernadero, dependíamos uno del otro pero ninguno de los dos disfrutaba la sensación de libertad o apertura que uno podría desear en una relación así. Solamente nos sentábamos en la oscuridad, lamiéndonos las heridas y aferrándonos uno al otro para obtener calor, como un par de viejos. Me quedé duro al darme cuenta de esto.

Entonces Iguana dijo algo, de la nada. Su timing era mágico y lo cambió todo. Hablaba feliz, con palabras llenas de vida, llenas de ganas de vivir.

—Ya sé. ¿Por qué no vamos al templo de Narita esta noche?

—¿Qué? ¿Quieres decir ahora?

—Sí. Creo que podría ser divertido. Está a sólo una hora de aquí en taxi. Podríamos estar de vuelta a tiempo para trabajar mañana a la tarde.

—¿Por qué Narita, de todos los lugares posibles?

—No sé. Ya fui ahí una vez y me dan ganas de ir de nuevo. A la mañana nos podemos levantar e ir a comprar souvenirs en los negocios al lado del templo, galletas de arroz y esas cosas. Hagámoslo.

Me miraba directamente a los ojos, los suyos bien abiertos.

Este tipo de expresión de deseo es significante, me decía el doctor dentro mío, pero más que otra cosa me sentí feliz de que Iguana me hubiera dicho lo que quería hacer. Que lo hubiera compartido conmigo.

Okey. Vamos.

Nos dirigíamos a un lugar al que ambos queríamos ir, los dos.


Para cuando llegamos a Narita era casi la una de la mañana. Tuvimos suerte de conseguir un hospedaje con lugar.

Caminamos juntos por el camino oscuro y serpenteante que llevaba al templo. Los edificios al costado de la calle angosta eran antiguos y olían a madera. El viento soplaba fuerte y, cuando miramos hacia arriba, vimos estrellas brillando en el cielo negro, muy por sobre los tejados. El viento hacía que el pelo de Iguana bailara y revoloteara alrededor de su cara.

El portón del templo estaba cerrado, pero pudimos ver letras sánscritas en el gigante farol de papel junto al portón, y el contorno de las tiendas de souvenirs a lo largo del camino. Eramos los únicos allí y yo no estaba acostumbrado al silencio. Iguana sonrió y dijo que le recordaba a un pueblo fantasma.

Nos apoyamos en el portón del templo e hicimos una apuesta. ¿Pasaría alguien en los próximos cinco minutos? Esperamos pero no vino nadie. Sólo el viento soplando a través de la vieja calle, pasándonos de largo como el ruido del gentío en su camino al templo.

Iguana parecía una figura en uno de mis sueños, parada allí en la oscuridad con sus dientes blancos y su blusa blanca.

—Yo también tengo algo que confesarte— le dije. —Yo no soy hijo de mis padres.

Iguana no dijo nada, ni miró hacia mi lado, pero sabía que estaba conmigo.

—Mi mamá salía con el hermano más joven de mi padre, pero ella rompió con él y se casó con mi papá. El hermano de mi padre les guardó un resentimiento terrible y eso lo volvió loco. Un día se metió en nuestra casa y ató a mis padres. Violó a mi mamá ahí mismo, frente a mi padre. Como si no fuera suficiente, se echó kerosene encima y encendió un fósforo. Por suerte algunos de los vecinos escucharon los gritos y salvaron a mis padres, pero mi madre quedó embarazada.

—Es terrible. Eso es peor de lo que le pasó a mi familia— dijo Iguana.

—Sí. Papá quiso que mi madre tuviera al bebé (o sea, a mí) así que ella lo hizo, pero después sufrió un ataque de nervios y unos parientes me acogieron. No volví a vivir con mis padres hasta los cinco años. Y luego mi madre se suicidó. «Lo siento»; esas fueron sus últimas palabras, y yo estuve ahí para escucharlas. Pobre mujer.

—Entonces tu madre actual es…

—Mi padre se volvió a casar después de un tiempo.

—Ya veo.

—Es increíble como personas diferentes reaccionan a un trauma. A tu mamá le pasó algo terribe, pero ahora está bien. La mía terminó quitándose la vida. Y las familias también son diferentes: algunas se recuperan, otras no. Me pregunto si tiene que ver más con las personalidades involucradas o con la naturaleza del trauma. De todas maneras, los hijos pagan por eso por el resto de sus vidas. Yo presencié la muerte de mi madre, por el amor de Dios, y eso no es algo de lo que vaya a olvidarme jamás. Pero por lo menos estoy vivo todavía, y puedo disfrutar una buena comida de vez en cuenado, y sentirme feliz cuando el clima es bueno. No sé.

—¿Es por eso que te hiciste médico?

—Sí, creo que en parte fue por eso.

Me hice médico por ese encuentro con la muerte en mi infancia. Me fascinó, y ni siquiera ahora podía deshacerme de ello.

Y ahora todas estas confesiones sobre el pasado. Me sentí shockeado de verdad al darme cuenta de lo que ambos habíamos pasado. Nuestra atracción mutua de repente cobraba sentido y parecía inevitable.

—Pero tienes que marcar la línea en algún momento. Cosas horribles pasan todo el tiempo. Vamos, Iguana, busquemos un lugar para irnos a vivir juntos, un departamento con una linda vista, o algo. Creo que nos iría bien juntos.

—¿Has leído alguna vez una historia llamada “Viernes breve”?

—No, no la conozco.

—Es sobre la muerte de una pareja judía devota. Una noche, después de pasar un lindo día juntos, se meten en la cama, sin darse cuenta de que dejaron el gas del horno encendido; habían estado preparando comida para el Sabbath, que era al día siguiente. Su dormitorio se llena de gas y, para cuando quieren darse cuenta de lo que sucede, ya es tarde. Pero lo aceptan y mueren felices.

—Me gustaría leerla.

—De esa manera quiero vivir. No quiero ver morirse a nadie más. Sólo quiero estar contenta cuando me muera, como la pareja de esa historia.

—Ni tu ni yo deberiamos pensar en cosas como esa. Somos jóvenes todavía, Iguana, deberíamos divertirnos. Ya cumplimos nuestra condena. Si seguimos viviendo así, podríamos estar muertos y sería lo mismo, porque no estamos viviendo realmente. No importa por lo que hayamos pasado.

Iguana asintió, aunque yo sentía que ella todavía estaba hecha pedazos por dentro. Yo estaba extasiado. Cuando estoy con ella, me siento un chico de dieciseis años, orgulloso de decirle a mis amigos que ella es mi novia.


Encontramos el camino hacia el viejo hospedaje y nos acostamos, exhaustos. Como siempre, Iguana enterró su cara en mi pecho y yo traté de dormirme. Tenía mucho sueño, y estaba quedándome dormido cuando escuché el sonido de su voz. No podía entender del todo qué estaba diciendo.

—¿Qué cosa?

—Sólo deseo que hubiera alguien, como Dios o algo así, que esté a cargo de lo que esté pasando en este mundo, alguien que nos vigile y nos diga «este tipo de conducta no es aceptable» o «lo estás haciendo bien» o lo que sea. Quisiera que alguien detenga todo esto. Pero no hay un poder superior, así que tenemos que hacerlo nosotros por nuestra cuenta. Incluso cuando cosas bizarras le pasan a la gente que nos rodea, tenemos que creer que todo es posible. En este mismo momento, ¿cuánta gente crees que está sufriendo? Enfermedades, muerte, traiciones; y toda la violencia. Piénsalo, cuánta gente está así, ahora. Desearía que hubiera alguien que detuviera todo esto, así habría menos sufrimiento.

Su oración triste se estampó en el aire húmedo, oscuro del cuarto de tatami, como un poema melancólico. Medio dormido, pensé qué tan diferente se vería durante el día esa oscura calle que se dirigía al templo, atestada de gente, las tiendas abiertas, los portones del templo también abiertos para que todos puedan pasar. Un lugar completamente diferente. Quería disfrutarlo junto a Iguana, inspirar los aromas de la anguila a la parrilla y las galletas de arroz tostadas, comprar un par de paquetes de medicina herbal china e ir al templo. Podríamos comprar souvenirs para decorar neustro nuevo departamento, y después de eso tan sólo sentarnos y mirar la gente pasar mientras la calle vacía se iba llenando.

Tenía demasiado sueño para decirle a ella lo que pensaba, pero decidí contarselo por la mañana.

Toda esta charla sobre la muerte. Muerte. No tenerla conmigo, no más palabras intercambiadas. Su nariz presionada fuerte contra mi pecho, y el lugar muy profundo dentro de ella que le daba fuerzas, y su deseo de estar cerca de mí: todo eso se habría ido. Su pelo sedoso, y la pestaña caída en su mejilla. Sus uñas pintadas prolijamente y la cicatriz de una quemadura en su mano. Y el giro de su alma que traía todo eso a la existencia. Quería hablar sobre todo eso con ella, todo. Mientras sigamos vivos, podría decirselo mañana.

En ese momento, escuché a Iguana decir algo. «Buenas noches»

Abrí los ojos, un poco sorprendido. Pensaba que ya estaría durmiendo. Miré hacia abajo y vi que sus ojos estaban cerrados.

—Buenas noches, mi amor.

Ella dijo adormilada, con sus ojos todavía cerrados: «estoy segura de que voy a ir al infierno cuando me muera».

—Te preocupas demasiado.

—No me preocupo— protestó Iguana— Estoy pensando que probablemente me guste más ir al infierno, porque allí va a haber mucha más gente enferma a la que poder sanar.

Y con eso se quedó dormida, su cara como la de una niña pequeña, respirando suavemente. Me quedé un rato mirándola y lloré durante varios minutos, lamentando nuestras infancias.