17/8/10

Diciembre

Diciembre es una garcha. Tal vez no sea tan malo como septiembre, o febrero, por decir algo, pero igualmente. Terminan las clases y las madres llevan a los pendejos al súper, cómo tocan todo los pendejos. Los programas de la mañana, y algunos de la tarde, se llenan de repente de nutricionistas que nos cuentan las calorías que consumiremos en las fiestas. Y todo es verde y rojo y…

Cuando sonó el timbre estaba planchando en el patio. Imposible hacerlo en la cocina con este calor, así que me pongo la tele en la mesada mirando para afuera, y así sí. Estaba fumando, un poco para sacarme las ganas de llorar. Mi gato (Gloria lo bautizó Silvio, en honor a Soldán) insistía en subirse a la tabla. Es medio pelotudo: así ya se quemó la nariz una vez, por eso la manchita gris que tiene. No se le va más.

Primero pensé que era la vieja de atrás, que tiene el patio lindero con el mío, para quejarse por el olor del faso, pero en general la vieja la hace fácil y empieza a los gritos desde adentro de la casa. Después tuve miedo de que la vieja chota me hubiera mandado a la policía: ya me lo hizo una vez. Y no, resultó ser Daniela, mi prima. La piba vive en Pigüé, con mi tía; la habré visto por última vez hace un par de años, cuando murió mi vieja. “Esta está metida en un quilombo”, pensé. Y sí, flor de quilombo: tenía un bombo como de ocho meses, no sé. Me quedé duro. Lo primero que le pregunté, mirá que boludo que soy, eh, fue: “pero, ¿cuántos años tenés?”. Pobre, se vino solita desde allá.

Y bueno, que la vieja se dio cuenta y la echó de la casa, medio ciega debe estar porque posta que la pendeja está hecha un barril. Y ella es quedada, siempre fue medio tímida. Y entre eso y que nos llevamos como diez años, nunca tuvimos mucha relación, y eso que éramos los únicos chicos de la familia. Pero así y todo, se invita a quedarse unos días conmigo y no me queda mucha opción.

Gloria se fue hace dos meses y una semana. La pelotuda se calentó porque fui a la despedida de soltero de Carlos, el supervisor de la tarde, y hubo un par de trolas. Dicen que la mujer de Carlos también se enteró y se cagó de la risa. Igual la sigo viendo en Coto todos los días, salvo nuestros francos (5x1 yo, 6x1 ella), pero no nos hablamos. Yo cada tanto trato de sacarle una sonrisa, pero ella nada, no me mira. Para mi que se está garchando al de panadería.

Esa noche cenamos pastas. Tengo que admitir que soy aficionado de la cocina, pero Daniela me agarró desabastecido (el concepto de desabastecimiento se lo copio a Olga, la del almacén de acá a la vuelta, que está obsesionada con el tema; creo que Olga es radical). Sin embargo, me las arreglé para hacer una salsa mixta decente. Cenamos en relativo silencio. Nada que pasara del “qué rápido que pasó el año” y esas cosas. No quise preguntarle por el padre del bebé, aunque imagino que debe ser algún pendejito del pueblo que seguro la última vez que lo vi ni siquiera se había hecho la paja. Más tarde fuimos a tomar un poco de aire al patio. Ninguno de los dos tenía sueño, y yo tenía franco al día siguiente. Silvio seguía mirando a Daniela con recelo. La rodeaba, olía sus pies, se alejaba y se quedaba mirándola fijo. Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. Hablamos de su mamá, única familia que nos queda a los dos, ya que la mía murió hace algunos años y nuestros papás nunca existieron, y ambos somos hijos únicos. Es raro que no hayamos tenido más contacto, ahora que lo pienso. Supongo que una vez que murió mamá y vine para acá, no había mucho más para decir. El padre era, efectivamente, un chico de Pigüe, aunque no me quiso dar el nombre. Me dijo que lo conocía y que no me caía bien. No tengo idea de quién se puede tratar, y la verdad, tampoco me importa. Saqué todas las cosas que tenía sobre la cama del cuarto del costado (“el cuarto de los nenes” le decíamos con Gloria, medio en joda, medio en serio), le puse unas sábanas demasiado grandes y me fui a dormir. Daniela se quiso quedar un rato más en el patio.

Esos días establecimos una rutina. Como Daniela no quería quedarse sola en casa, me acompañaba al shopping donde está el super (yo hago turno de 7 a 17, incluida la hora de almuerzo) y se quedaba dando vueltas, hasta que se cansaba y se sentaba en el patio de comidas. No la entiendo, pobre. Supongo que debe ser toda una aventura para ella venir a la ciudad, y se queda todo el día mirándole la cara a Ronald Mc Donalds y viendo las mismas vidrieras de marcas de ropa de segunda selección.

Ayer Daniela prefirió no acompañarme; le dolían los pies. Cuando volví de Coto, había armado el arbolito que Gloria compró el año pasado. Nos reímos un rato: nos acordamos de que nuestra abuela (a la que llamabamos Tita, su apodo; no recuerdo su nombre, supongo que se llamaba María algo) tenía a su árbol de navidad en el comedor todo el año, como si fuera un adorno más; decía que le daba mucho trabajo desarmarlo y volverlo armar. Nosotros siempre le ofrecíamos desarmarlo pero ella se ponía como loca. La tía nos sacaba y nos decía que la dejáramos de joder. Y era gracioso, porque tal vez era invierno y el arbolito seguía ahí. Y parecía esas películas (de esas que supongo que ya deben estar pasando por todos los canales) donde los nenes se van a dormir y a la mañana siguiente bajan las escaleras con sus piyamas, y las medias que cuelgan de la chimenea encendida están llenas de regalos, y afuera nieva.

Generalmente duermo la siesta apenas llego, pero ayer no tenía sueño. Fuimos al río, aunque no nos queda muy cerca. Nos caminamos la costanera ida y vuelta. Yo no tenía ganas de sentarme, y ella parece que tampoco, pero no había mucho más para hacer así que encontramos un banco libre mirando el agua. Era esa hora del atardecer en que sólo se ven el cielo celeste anaranjado -y en este caso su continuación, el reflejo del río- y la sombra marrón oscura que somos nosotros y todo lo que está alrededor. Eran más de las nueve pero no quería moverme del banco, de al lado de ella. Nos quedamos viendo cómo se hacía de noche, y camiones pasaron por atrás nuestro, y las luces de vapor de sodio de la calle se encendieron al unísono sobre mi cabeza y la de ella.

No hace falta decir que mi tía llamó finalmente esa noche, tarde. No pude escuchar la conversación, Daniela hablaba en un tono muy bajo. No parecía hacerlo con intención de que yo no oyera, era más bien la única manera en que podían salirle las palabras. No se si lloró. Seguro que sí.

Daniela no quiso que la acompañe a la estación. Insistí: ya había dado parte de enfermo, pero no hubo caso. Nos despedimos en la cocina. No se por qué, le di un beso en la boca; ella no me lo rechazó. Duró... No sé cuánto duró. Agarré a Silvio, que estaba durmiendo una siesta con los ojos abiertos sobre una silla, y fui a abrirle la reja de afuera. Nos dimos otro beso, esta vez en el cachete. Silvio se quería soltar, pero yo no lo dejaba. Me dijo que fuera a Pigüé para Nochebuena, le dije que tal vez iría. Sonreí, sonrió y se fue. La vi doblar la esquina y solté a Silvio, que enseguida fue a frotarse con unas macetas. Lo seguí con la mirada un rato, colgado, pensando tal vez en qué iba a hacerme para cenar. En un momento me miró y pareció entenderme. Entramos, él zigzagueando entre mis piernas, y cerré la puerta detrás nuestro.

5/8/10

Océano

Los padres, en general, suelen mostrarse preocupados por la educación de sus hijos. Algunos más, otros menos. Los míos, y los de buena parte de mi generación, sublimaban esta necesidad de sentir que estaban haciendo algo por el futuro de sus hijos invirtiendo parte de sus ahorros en una enciclopedia, para su uso como fuente de consulta de los trabajos escolares. Estamos hablando de una época en la que buscar información en una computadora sólo podía ser posible en las películas que pasaba el Canal 9 los fines de semana.

En el caso nuestro fue una de la editorial Océano. Esta marca era algo reconocida, pero no tanto como la Larousse y la Espasa Calpe, reinas de las enciclopedias de la época, con sus treinta o más volúmenes. La nuestra era bastante humilde: tenía cuatro tomos, cada uno de unos diez centímetros de ancho, tapa bordó y letras doradas y con serif. Estos cuatro tomos respondían cada uno a las cuatro principales áreas de estudio, que siempre se me dieron por relacionar con las partes de una persona: la lengua (la cabeza), las ciencias sociales (los miembros, especialmente los superiores), las ciencias naturales (los sistemas digestivo, respiratorio, circulatorio, nervioso, muscular, reproductor, óseo, linfático, cardiovascular y tegumentario) y las matemáticas (el alma, claro).

Recuerdo que mi tomo favorito era el dedicado a las ciencias sociales. En la sección de geografía se le dedicaba una página a cada país del mundo, que incluía datos generales (y muy importantes) como idioma oficial, densidad de población, moneda, flora, fauna, etcétera. Podía pasar horas leyendo la información, comparando datos entre países (especialmente me gustaba contrastar el porcentaje de alfabetismo de la Argentina con el de otros; ahora me doy cuenta de que Océano era demasiado optimista con el estado de la educación en nuestro país), viendo las fotos en blanco y negro (las de color estaban aparte, creo que en las páginas centrales de cada tomo, en hermosas páginas brillantes).

Sin embargo la enciclopedia Océano nunca cumplió del todo su propósito. En mi casa, de tres hermanos en edad escolar, yo era el único que entendía el uso del índice por palabra clave y probablemente era el único al que le interesaba entenderlo. La información que proveía la enciclopedia, sea sobre el tema que fuere, nunca era lo suficiente profunda como para rellenar más que un par de párrafos del trabajo a entregar. Tal vez fuera que esperaba que la enciclopedia me diera todas las respuestas al examen sobre las Invasiones Inglesas, que escribiera por mi el dictado centrado en las palabras terminadas en -ción y -sión, que me dibujara la lámina sobre la fotosíntesis o que me enseñara a hacer el roll para atrás que tanto se me complicaba.

Y probablemente, no recuerdo, la enciclopedia Océano siga ahí, en una biblioteca en la casa de mis padres, con las tapas de un bordó ya ennegrecido, pero con sus hojas tan blancas como el primer día, con apenas algunas arrugas y un par de manchas de Nesquick.

Espero no haberlos desilusionado si buscaban aquí una reseña sobre la historia de la enciclopedia. Bien pueden buscarla, ustedes que son jóvenes, en la virtual Wikipedia; sin embargo, no les prometo que hacerlo no provoque algún conflicto la implosión del sistema internético, de la misma manera que una estrella enana blanca tras su muerte se transforma en agujero negro*.

*Para más información sobre el tema, consulte Enciclopedia Océano, tomo 3 ("Ciencias Naturales"), sección IV ("Astronomía"), página 317, segundo párrafo.